Discorso
1 novembre 2002

Europa y America Latina en la globalización

Universidad de la República
Montevideo, noviembre de 2002


- Il Programma di viaggio

Señor Rector…
Señores Profesores

Sobre la globalización continuamos –y continuaremos – ha interrogarnos. Se trata de un fenómeno complejo, con muchas aristas. He repetido a menudo que no considero la globalización un hecho negativo en sí mismo, pero si un proceso que presenta serios problemas.

Entre estos problemas, tres cuestiones, en modo particular, interrogan la política y las instituciones democráticas.

Se trata de tres efectos fundamentales de la globalización sobre los cuáles es justo reflexionar, sobre todo si queremos indicar una estratégia para gobernar el proceso a escala global.

El primero de estos efectos – en muchos sentidos también el más clamoroso - está representado por el crecimiento de las desigualdades y los desequilibrios sociales.

Se trata de una de las grandes novedades de la globalización porque coloca el proceso capitalista fuera del control de las comunidades nacionales. En el nuevo capitalismo globalizado decae el vínculo estrecho entre Estado, territorio, población y riqueza; tanto de generar la fórmula “riqueza sin naciones”.

Una consecuencia inmediata es que a las viejas desigualdades nacionales, ya gravísimas en el caso de América Latina, se sobreponen las nuevas desigualdades “globalizadas”.

La nueva libertad que gozan los capitales y la posibilidad de deslocalizar actividades productivas e industriales en donde las condiciones lo imponen –costos de trabajo y presión fiscal, en primer lugar- han favorecido una internacionalización, no sólo de capitales, sino del trabajo y de la producción, con el surgimiento de un mercado de trabajo global.

Un mercado, en el que, después de la caída del Muro de Berlín, han ingresado alrededor de mil millones de trabajadores a bajo costo, con graves consecuencias sociales.

El proceso de globalización ha producido formas de explotación intolerables.

Precisamente la ambivalencia del proceso representa el problema más urgente para la política.

Esto es, el hecho que, por un lado, emerge un gran mercado global que crea oportunidades donde antes no existían.

Pero, al mismo tiempo, esto sucede sin que se extiendan los derechos civiles y sociales que han caracterizado la primera modernidad.

A este primer efecto, debemos sumar un segundo problema: la fuertísima ofensiva cultural, de estilos de vida aparentemente persuasivos, que aparecen a los ojos de muchos como una peligrosa homologación a los valores dominantes.

Con la consecuencia que se multiplican formas de rechazo y conflictualidad hacia un único modelo cultural y de consumo, vivido cada vez más como una forma de violencia hacia las diferentes identidades locales.

Pero, indudablemente, es el tecero de los problemas a representar la síntesis más eficaz de las dificultades que la política encuentra para la gobernabilidad de procesos tan complejos.

Es el grande tema de la democracia -y su mantenimiento- en el nuevo contexto global. O mejor dicho, la posibilidad de identificar las sedes y los instrumentos para una gobernabilidad democrática y participativa de los procesos en curso.

Por un período no breve, el pensamiento liberista se ha ilusionado que la globalización llevase al mundo capitalista sólamente una suma de ventajas y no también sus dramáticas contradicciones.

Ha sido una visión miope y una subestimación culpable que pesa sobre las espaldas de una parte de las clases dirigentes de Occidente.

Las razones de este espejismo son diversas: en la última década el mundo ha salido del equilibrio de la guerra fría, han surgido formas nuevas de interdependencia en el plano económico y cultural. Y se ha presentado el grande problema de dar a esta transformación un órden, instituciones, un cuadro de normas.

Los resultados, desgraciadamente, han ampliamente desatendido las expectativas.

La economía se ha vuelto global, sin que la política y sus instituciones hayan sido capaces de guiar o simplemente de acompañar este proceso.

La globalización –este es el aspecto central- ha permitido, por primera vez, al capitalismo moderno de substraerse a la protección y al condicionamiento de los Estados nacionales.

Un capitalismo, por consiguiente, libre de moverse autonomamente, como nunca antes lo había hecho, mientras la politica se quedaba encajada en una dimensión nacional que pesava siempre menos.

En el fondo, las grandes escuelas de pensamiento de la economía clásica –de Smith a Ricardo- habían vinculado la libre circulación internacional de las mercancías a la natural reluctancia de los capitalistas a arriesgar sus capitales bajo gobiernos extranjeros y nuevas leyes.

Esto es, estaban convencidos que mientras era bueno hacer circular libremente las mercancías por el mundo, era igualmente positivo, si no necesario, que el trabajo y los capitales se quedasen en patria.

Esta formulación ha sido particularmente sólida, en sus diversas articulaciones, y se ha prolongado en el tiempo.

El mismo Órden Económico Internacional, establecido en 1944 en Bretton Woods, fué fundado bajo la centralidad de las funciones económicas de los Estados nacionales.

Con la globalización, este principio ha ido progresivamente perdendo sentido, abriendo el camino a contradicciones y conflictos que no aparecen regulables dentro el cuadro de las viejas instituciones nacionales.

Son dos las consecuencias fundamentales de este proceso.

Por un lado, las instituciones nacionales –aquellas que tienen el poder y la autoridad al interior de cada Estado- ven reducirse los espacios de decisión que controlaban precedentemente y son siempre más vinculadas a las nuevas formas de interdependencia internacional.

Por el otro, se invierte la vieja relación entre economía y política.

No es más la política que regula la economia, sino al contrario.

Esto quiere decir en los países más ricos –como los de la Unión Europea- soportar la ofensiva para desmantelar el sistema de Welfare, a nombre de una mayor competitividad de la economía.

En donde las condiciones de partida son más atrasadas –como hemos visto- se pueden producir formas de una nueva explotación.

En ambos casos el punto es que, en ausencia de instituciones políticas sopranacionales fuertes, este cedimiento de soberanía de los Estados nacionales determina la reducción de la esfera de la política y la formación de oligarquías económicas y financieras fuera de todo control.

***

Estamos, pues, frente a problemas muy complejos y que no pueden encontrar salida y soluciones únicamente en la acción de organismos e instituciones que deberían tener una naturaleza técnica, como la Organización Mundial del Comercio, el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial.

Está claro, en efecto, que en ausencia de instituciones políticas sopranacionales, dotadas de la autoridad y poderes necesarios, la delegación de las principales decisiones sobre la economía y el mercado a las instituciones “técnicas” pone un problema evidente de rendición de cuentas, de accountability, en síntesis de transparencia de tales decisiones.

¿A nombre de quién toman las decisiones?

¿Quién responde por los eventuales daños que tales políticas puedan determinar?

Pero, sobre todo, ¿cómo afrontar –sin un poder político reglamentado y reconocido- el problema estratégico de un desarrollo compatible y sostenible, socialmente equilibrado, culturalmente respetuoso de las diferencias existentes?

Interrogativos muy serios que la política no puede ignorar.

Con mayor razón porque el aparente dominio de esta potente y moderna “tecnocracia” expresa a su vez una jerarquía de prioridades e intervenciones.

No estamos frente a una globalización sin gobierno.

Sino frente a un particular gobierno de la globalización que refleja los valores, las tendencias, los intereses de una parte.

El hecho que no haya un sólido motor político para coordinar la acción de estas instituciones internacionales, enfatiza además, una cuestión democrática, desde el momento que no se entiende cual sea la relación entre las políticas de la OMC y las políticas de desarrollo del mercado de trabajo.

No existe la mínima duda, por ejemplo, que las decisiones del Fondo Monetario Internacional tienen un enorme efecto en el plano político y social.

Pensemos, sólamente, a la discusión sobre la concesión o menos a la Argentina de nuevos préstamos internacionales.

Se trata, por lo tanto, de decisiones políticas que a menudo son muy relevantes y con consecuencias importantísimas. Pero decisiones –como he dicho- sin ningún control político.

Discurso análogo se puede hacer respecto al funcionamiento y a la reforma de la Organización Mundial para el Comercio, la cual, precisamente en relación a la libre circulación de mercancias, capitales, personas, ha asumido un papel de grandísima relevancia en la construcción de un órden internacional.

Está claro que se vuelve fundamental definir los objetivos, las prioridades, los criterios de la decisiones que deben ser tomadas.

Como es igualmente evidente, que la OMC pueden hacer mucho en la lucha contra la pobreza, incluso más allá de los límites de una política de solidaridad que es también necesaria, como la reducción de la deuda externa, los programas de cooperación e inversión, la lucha contra el hambre y las enfermedades.

El punto – esto quiero decir- es que el tema de la lucha contra la pobreza y la desigualdad social comporta nuevas reglas también en el comercio internacional.

En modo particular implica una apertura de los mercados de los países más ricos a los productos agrícolas de los países más pobres.

Este es uno de los puntos cruciales.

En segundo lugar, comporta que la libertad comercial sea condicionada a la aceptación – por parte de todos - del acuerdo mundial sobre la biodiversidad. Esto es, la tutela del patrimonio natural y biológico de los países más pobres no puede ser substraída a ellos por las grandes compañias transnacionales.

Pienso, por ejemplo, al acuerdo que Italia ha siglado con muchos países africanos – en primer lugar con Sudáfrica - para la producción de fármacos anti-SIDA, sin pagar las royalty a las grandes empresas farmacéuticas transnacionales.

Se trata de un ejemplo pequeño, pero significativo, de cuanto sea decisiva la reglamentación internacional para que la globalización produzca efectos de justicia y no de inequidad.

Aquí –a este nivel- se pone un problema de delicadísima actualidad: como ya he recordado, en muchos países del mundo no existe el mismo estándard de los derechos sociales que existe entre nosotros, en Europa.

Y esto no sólamente en términos de horario de trabajo o de tutela de la seguridad del trabajo, sino ni siquiera bajo el perfil de la protección de la infancia.

Es evidente, entonces, que estamos frente a una grave desigualdad desde el punto de vista de los derechos sociales, y también de un grande problema de competitividad.

Existe un nuevo dumping social – este es el punto - caracterizado por países donde a un costo del trabajo netamente más bajo corresponde una explotación mayor y también una mayor competitividad, respecto a países donde, en cambio, la tutela del trabajo está garantizada.

Personalmente no creo que una cuestión tan compleja pueda ser afrontada mediante nuevas barreras comerciales, sino sólo con nuevas reglas, incentivos, transparencia en las decisiones.

Como pueden ver, una batalla reformista que se mueva en este terreno se mide con desafíos bastante difíciles y debe tener la ambición de incidir en los mecanismos de funcionamiento de la politica sopranacional.

El problema es como recuperar el sentido y la función de los instrumentos que, por largo tiempo, han sido pura y simplemente foros internacionales, donde los países se encontraban y discutían entre ellos, y que hoy, en cambio, deben convertirse en instituciones dirigidas a consolidar elementos para una gobernabilidad global.

Ha pasado mucho tiempo desde cuando hablar de gobernabilidad mundial parecía una utopía.

Esa era, sin embargo, una gran intuición que hoy parece imponerse, cada vez más, como una necesidad.

Una de las primeras grandes tareas del reformismo global es sobre todo reformar las instituciones internacionales.

Dotarlas de poderes claros y ciertos para ponerlas en condiciones de intervenir, para hacerlas una sede real de decisión, comenzando por la principal institución global que queda, la Organización de las Naciones Unidas.

Una realidad que vive una crisis profunda y que, no obstante ello, en todos los momentos de grave tensión internacional recupera su papel y confirma su insustituibilidad.

La tarea más inmediata es, por lo tanto, la reforma de las Naciones Unidas.

Una reforma que garantize a la ONU una rapidez en la toma de decisiones y una iniciativa política hasta ahora clamorosamente ausentes.

El verdadero reto es recuperar este atraso de la política para gobernar la globalización, que ha estado al orígen de todas las más graves contradicciones de los últimos años.

Y esto es todavía más necesario en un contexto internacional marcado por la prolongación de crisis viejas –como en el caso del conflicto medioriental- y de nuevos peligros, a partir del nuevo terrorismo internacional.

La ONU, por consiguiente, tiene necesidad de una reforma profunda y valiente.

Quiero decir respecto a este tema, que Italia ha sido, en los últimos años, uno de los países que ha propuesto una de las reformas más innovadoras y radicales de las Naciones Unidas.

A partir de la reforma del Consejo de Seguridad, el cual continua siendo, en cuanto a composición y mecanismos de funcionamiento, hijo de la Segunda Guerra Mundial y del equilibrio post-bélico. Es decir, expresión de un equilibrio mundial que ya no existe.

Este aspecto – aunado al derecho de veto - constituye un límite enorme del poder de las Naciones Unidas y de su efectivo funcionamiento democrático.

Al punto de transformar el Consejo de Seguridad en un organismo impotente.

Un foro internacional que difícilmente puede ser la sede de decisiones rápidas y eficaces.

Por otra parte, el principio de unanimidad ha sido superado con las democracias modernas.

Se debe pensar, más bien, a un Consejo de Seguridad constituído sobre la base de criterios diversos, más democráticos, con una representación más equilibrada entre las diversas áreas del mundo.

Por ejemplo, nosotros hemos propuesto que en el Consejo de Seguridad exista un escaño destinado a Europa.

La ONU, efectivamente, no tiene en cuenta, en su organización, del gran proceso en curso, del cual Europa es ciertamente el ejemplo más avanzado, pero no el único, de reorganización de la soberanía de los Estados sobre una base sopranacional.

Y es paradójico que mientras Europa busca construirse una política exterior y de seguridad común, en la sede de las Naciones Unidas vuelva a ser la suma de las potencias europeas de comienzos del siglo pasado.

Las Naciones Unidas deben instituir también un Consejo de Seguridad Económico, esto es, un órgano capaz de intervenir en las crisis económicas con los mismos poderes que hoy cuenta el Consejo de Seguridad en relación a las crisis de carácter político-militar.

Así como estoy convencido, por las razones expuestas precedentemente, que este Consejo de Seguridad Económica debería jugar un papel de coordinación en relación a las otras instituciones sopranacionales que actúan en el terreno económico, comenzando por el Fondo Monetario Internacional y la Banca Mundial.

Obviamente no en el sentido de un control politico, sino con la voluntad de coordinar soluciones y estratégias hasta ahora desligadas de un diseño de gobernabilidad.

***

Como ven, el problema que la globalización nos consigna es: como reconstruir una primacía de la política sobre la economía y como renovar el desafío para una extensión de los derechos humanos, civiles y sociales, incluso en aquellas partes de mundo que hasta ahora han quedado excluídas de los procesos de democratización.

Por una fase, la cultura liberista ha teorizado que ante interrogativos de esta naturaleza fuesen suficientes las respuestas producidas por las dinámicas espontáneas del mercado.

Hoy estamos obligados por la fuerza de los eventos a buscar una respuesta diversa.

La brecha tecnológica, la escisión estratégica inducida por el dominio de los conocimientos, la nuevas reglas del mercado financiero y la libre circulación de los capitales, el nacimiento de un único mercado global. Todo ello vuelve más urgente la búsqueda y la construcción de un “nuevo órden global”.

Así como se vuelve imperiosa la necesidad de nuevas instituciones sopranacionales preparadas – bajo el perfil de su funcionamiento y de los poderes conferidos - para afrontar la prueba de la gobernabilidad de la globalización.

***

En esta búsqueda de respuestas diversas, la alianza entre Europa y America Latina puede jugar un papel de primer órden. La II Cumbre Euro-latinoamericana de Madrid nos ha recordado la comunidad de valores que compartimos y su declaración conclusiva ha indicado los temas prioritarios de la agenda política:
· fortalecer el sistema multilateral,
· reforzar el diálogo político biregional en los foros internacionales,
· consolidar las instituciones democráticas,
· procurar la adhesión universal al Estatuto de Roma para el funcionamiento efectivo de la Corte Penal Internacional,
· combatir el terrorismo en todas sus formas y manifestaciones,
· fortalecer nuestra cooperación en la lucha contra la producción y comercio de drogas, la corrupción y la delincuencia organizada,
· erradicar el racismo y la xenofobia, promover la igualdad de género y el bienestar de todos los niños.

Esta agenda debe ser reforzada con la construcción de una institucionalidad biregional. La diplomacia de las Cumbres es demasiado poco. América Latina debe insistir en la creación de instituciones sopranacionales, tanto de tipo regional como subregional.

El nuevo cuadro politico del Brasil, con la elección del amigo Lula da Silva a Presidente de la República, puede modificar profundamente el escenario de toda la área latinoamericana. Brasil es el país de mayores dimensiones y economicamente más consistente del subcontiente.

Los puntos de su programa de gobierno son una primera respuesta madura al fracaso del neoliberismo. Afrontar seriamente el déficit social, instaurar una verdadera politica industrial y relanzar el Mercosur son sus principales prioridades.

Su tarea es dificílisima. Los vínculos externos del Brasil permiten pocos márgenes de maniobra. Pero el incontenible deseo de los brasileños por un cambio reformista, le ofrece al gobierno de Lula una oportunidad extraordinaria.

La Unión Europea no puede – y no debe – dejar solo al Brasil y la nueva América Latina que propone su proyecto.

Sin embargo, las relaciones euro-latinoamericanas continuan siendo muy limitadas, sobre todo en el terreno económico y particularmente en las relaciones comerciales. Las dificultades de acceso al mercado europeo de los productos latinoamericanos y el impasse en el camino para firmar un acuerdo de libre comercio entre el Mercosur y la Unión Europea, constituyen los dos problemas centrales de las relaciones económicas biregionales.

La ampliación de la Unión Europea se presenta como una etapa fundamental para la extensión o la reducción del proteccionismo comercial europeo. Por un lado, muchos de los costos del proteccionismo no serán más soportables y será difícil defender en las sedes multilaterales los obstáculos tradicionales de acceso al mercado. Pero, las tentaciones de una “fortaleza” económica más grande están siempre al acecho.

Estoy convencido, y lo sostuve en muchas ocasiones cuando era Jefe de Gobierno de mi País, que el proteccionismo europeo y la Política agrícola comunitaria, son combates de retroguardia, expresiones de politicas superadas. Basadas en incentivos costosos, que no promueven la innovación y la competitividad.

Miran al pasado y no al futuro, y por ello son políticas que tendrán que cambiar radicalmente.

Y no me consuela el argomento que los Estados Unidos, con otros mecanismos, son también proteccionistas. Si es así, también los Estados Unidos tendrán que modificar radicalmente su política comercial.

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En las relaciones económicas con Europa, también America Latina debe dar un salto cualitativo. Su colocación en el mercado internacional no puede ser la de simple abastecedor de materias primas y alimentos. La innovación de procesos y productos, la incorporación del conocimiento en las cadenas del valor, la búsqueda de calidad y de servicios tecnólogicos de alto nivel, incluso en las producciones tradicionales, constituyen las nuevas condiciones de la competitividad internacional.

La economía latinoamericana puede aprender de su riqueza cultural. De la capacidad de penetración – incluso en mercados sofisticados – de su cultura popular. Los intercambios inmateriales euro-latinoamericanos no cesan de renovarse y actualizarse: la reciente publicación de la biografía de García Márquez (el primer volúmen) tuvo la misma atención en Roma que en Bogotá, en Berlín que en Montevideo. Y esto vale también para el cine, la moda, la música.

Las relaciones entre cultura y desarrollo constituyen uno de los grandes hallazgos de los nuevos enfoques económicos. Es una de las principales fortalezas de la evolución de nuestra economia en Italia.

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Ciertamente, para alcanzar objetivos tan ambiciosos es fundamental derrotar ese sentimiento de miedo hacia lo nuevo que se traduce cada vez más a menudo en la recuperación de una visión localista e integralista.

Por ello, es aún más decisivo para el reformismo ofrecer una sólida respuesta teórica y cultural a estos nuevos problemas.

Reevaluar la prioridad de la intervención pública en defensa y desarrollo de los bienes esenciales: iguales oportunidades para todos los individuos, tutela del ambiente, transparencia y responsabilidad de las empresas, seguridad y dignidad en los lugares de trabajo, defensa y tutela de las categorías mas débiles, comenzando por la infancia y las mujeres.

Podemos decir que estamos al inicio de una nueva estación de la política internacional.

Y que tendrá un peso, en este proceso, la creación y el reforzamiento de un tejido democrático y social extendido. Una nueva sociedad civil transnacional, incluso como respuesta a la prevalencia de los intereses económicos.

Nunca como hoy – esta es la convicción que nos mueve - democracia y desarrollo deben caminar juntos. Uno no existe sin el otro.

Pero precisamente por ello, la economía no puede prescindir de la politica: tiene tanta necesidad cuanto la tienen – hoy como ayer- los individuos.

Muchas gracias

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