Discorso
21 novembre 2008

''GOBERNAR EL MUNDO NUEVO'' - Città del Messico - intervento di MASSIMO D'ALEMA (VERSIONE ORIGINALE)<br>

Lectio magistralis presso la cattedra "Julio Cortazar", Universita' National Autonoma de Mexico - Anfiteatro dell'antico Collegio di San Ildefonso


Ya no existen dudas que estamos entrando en una nueva fase histórica. Una fase que se nos presenta, contemporáneamente, cargada de esperanzas y de sombrías previsiones.

El mundo “nuevo” ha sido puesto en evidencia por la elección de Barak Obama a Presidente de Estados Unidos. Se trata de una extraordinaria novedad política –profunda y radical  que muestra, una vez más, la vitalidad de la sociedad norteamericana. Pero Obama representa una innovación política también desde un punto de vista generacional y cultural. Su personalidad y su historia son la expresión simbólica de nuestro mundo. Cuando escuchamos lo que dice, uno comprende que el habla de África y sus problemas dramáticos, cuando evoca su abuela que vive en un pueblito de Kenia. Así como entendemos su sensibilidad hacia los problemas mundiales cuando recorremos su vida  y conocemos su familia  a lo ancho de tres continentes.

En la elección de Obama, por primera vez, ha votado el mundo, porque el mundo deseaba este cambio. Los europeos han “votado” en masa por Obama, pero también los inmigrantes guerrerenses de Chicago.

Estamos ante un Presidente de Estados Unidos que se presenta  y lo será ciertamente  como un líder global y no sólamente como el jefe de occidente. Yo creo que no se deba subestimar, que llegado a ese punto, cambiará la realidad del mundo, abriendo así una nueva fase de las relaciones internacionales y – nosotros lo esperamos  una época de cooperación.

El mundo “nuevo” se abre también con una amplia y profunda crisis económica internacional. Estamos viviendo el trastocamiento de la economía mundial y sólamente el tiempo nos permitirá evaluar plenamente sus efectos. La crisis no golpea sólo la finanza, sino también la economía real y la sociedad. Sobre todo, no se trata sólo de una crisis económica, sino del declino de una entera época cultural y política. Desde 1989, una cultura ultraliberal dominante nos ha inculcado la idea que la globalización sería realizada a través del dominio de un mercado sin reglas y sin instituciones. Se ha afirmado el concepto que el fin de la política, de la historia, de las ideologías habría generado una nueva estación de prosperidad y armonía. Hoy día, esta teoría de una economía liberada de los vínculos de la política, capaz de producir efectos benéficos, garantizar desarrollo y riqueza para todos, se ha revelado completamente erronea.

La ilusión que el mundo se gobernase por sí solo, que los procesos económicos de la globalización contasen con un mecanismo auto-correctivo en sus propios mercados, ha sido disuelta completamente. Como le he escuchado decir con eficacia a Al Gore en la Clinton Convention, estamos pasando de “una época de cambios a un cambio de época”. Y este cambio de época requiere, en primer lugar, tratar de tomar el control de la situación. Reducir los factores de riesgo y de peligro. Abrir una fase que nos lleve a un mundo mejor y que nos evite el peor de los mundos posibles.

La necesidad de la política, de la intervención del Estado en la economía, de reglas e instituciones supranacionales capaces de condicionar el mercado global nos aparecen hoy absolutamente necesarios. La política reinvindica su necesaria primacía.

Nosotros sabemos, sin embargo, que el retorno a la política puede efectuarse mediante modalidades bastante diferentes. La historia nos recuerda que después de la grande crisis de 1929, en Estados Unidos, la acción del Estado que permitió relanzar la economía fue acompañada por un reforzamiento de la democracia. Fue el apogeo del New Deal: grandes inversiones económicas, reglas, reformas y promoción social de las clases más pobres. Durante esos mismos años, en Europa, la crisis provocó, en cambio, un brutal giro a la derecha, anticipado por el nacionalismo económico agresivo, corporativo y proteccionista. En Italia se consolidó el régimen fascista y en Alemania nació el nazismo, abriendo así la vía a la Segunda Guerra Mundial.

Hoy, el verdadero desafío para la política es perseguir la economía en el camino de la globalización, alcanzarla y saltarle encima para buscar de regular su paso y disciplinar su fuerza. Una globalización sin reglas y sin instituciones lleva consigo una carga de anárquica desolución de toda posible seguridad para los individuos y para los Estados.

Nuestra agenda, en realidad, es bastante clara. En el inmediato, tenemos que controlar la crisis financiera y relanzar el desarrollo de la economía real para superar la recesión. En un plano más estructural, nuestra tarea es afrontar las tres grandes contradicciones de la globalización: el problema de la desigualdad social y la lucha a la pobreza; los conflictos étnico-religiosos y entre civilizaciones y culturas; los riesgos ambientales, en primer lugar, el cambio climático.

Para desarrollar plenamente esta agenda es necesario, contextualmente, resolver la cuestiones fundamentales de la governance internacional. Y aquí una gran oportunidad se ha abierto con la crisis del unilateralismo norteamericano. Esta otra ilusión: que la única superpotencia pudiese garantizar la estabilidad y la gobernabilidad del mundo, también ha sido disuelta.

La cuestión, en realidad, es relativamente simple: cuanto más el mundo sea percibido como una realidad unipolar, tanto más el país dotado de mayor riqueza y potencia será considerado como el enemigo a combatir por parte de quien, en la era de la globalización, sufre las desigualdades, la exclusión y la negación de los derechos. El profesor Joseph Nye, propone a Estados Unidos basarse en el soft power mas que en la potencia de su máquina militar. Es interesante, por lo demás, que esta expresión la presente como la traducción del concepto de hegemonía de Gramsci.

Para Gramsci, la hegemonía es la capacidad de basar la dirección política en el consenso, orientando la posición de los demás con base en una visión de la realidad más alta y persuasiva. “El soft power – escribe Nye  deriva en gran parte de los valores. Estos valores se manifiestan en la cultura y en las políticas que se persiguen dentro del país y en el mundo, en el modo que se comporta a nivel internacional”.

Fundar la gobernabilidad internacional  y el nuevo multilateralismo  en un núcleo de valores compartidos, constituye la base sobre la cual se define y construye la contribución y el papel de Europa en este proyecto de nuevo mundo. Porque Europa nace, antes que todo, de una idea. Nuestra identidad de europeos non tiene raíces en la tierra y el idioma, tiene antes que todo un orígen cultural y moral, con límites territoriales vagos, lejos de toda pureza de raza, idioma, cultura, pero sólida en perseguir un propio núcleo de valores y principios que con alternas visicitudes nos han llegado a nosotros.

El núcleo de valores fundacionales de Europa son: la democracia, la libertad y la paz. A lo largo de este eje, Europa dirige su propio destino. Una Europa donde el ideal democrático, desde su surgimiento, se combina con las razones de la igualdad y la solidaridad. Esta mezcla – democracia política y ampliación de la ciudadanía; desarrollo económico y cohesión social  ha marcado nuestra historia reciente y, parafraseando a Dahrendorf, alimentado una mágica “cuadratura al círculo”.

Aun reconociendo las tragedias y los horrores de nuestra historia. La barbarie c’est nous, nos recuerda George Steiner, Europa es la parte del mundo donde más se ha combatido contra tal barbarie. Y precisamente en esta durísima lucha se ha consolidado una cultura –una civilización que al final ha prevalecido, derrotando opresiones y dictaduras, pero sobre todo abriendo el camino a la unidad de Europa y a su histórica reunificación.

Hoy se nos ponen tres problemas de fondo. El primero es comprender si la globalización anula este núcleo de valores y lo consigna a las memorias del pasado, o si, por el contrario, lo actualiza y lo extiende. ¿Será capaz el humanismo europeo de proyectarse hacia adelante, incluso expandiendo su propia influencia? O debemos simplemente administrar el declive progresivo de un modelo teórico, ético y político, condenado a reintegrarse en ámbitos “patrióticos” cada vez más estrechos.

El segundo problema es cómo involucrar en esta discusión a la sociedad europea, cómo evitar que un patrimonio de ideales y cultura, que ha guiado la evolución de Europa y marcado su función en el mundo, venga mortificado por una visión parcial y asfixiante del propio proceso de integración. Aquí, naturalmente, a este nivel, entra en juego casi con prepotencia el tema del miedo. El miedo de quien ha gozado, dentro del viejo modelo, de beneficios y rentas, puestos hoy aparentemente en discusión por los efectos de un mundo globalizado.

El tercer problema es cómo dialogar con los actores emergentes del mundo nuevo. Cómo compartir, reconstruir y actualizar este núcleo de valores. Este problema se pone, no sólo con los protagonistas más aguerridos de la globalización y, contemporaneamente, más lejanos culturalmente, como los países asiáticos. Se pone también con los amigos de nuestras áreas tradicionales: Mediterráneo y América Latina.

Para Europa, el Mediterráneo puede y debe ser un ejemplo de diálogo y cooperación eficaz. Contamos con una larga historia común, en el curso de la cual los períodos de cooperación y coexistencia pacífica han sido bastante más largos y significativos que las épocas de conflicto. En los últimos dos siglos, el eje de las relaciones internacionales se ha desplazado hacia el Atlántico, después hacia el Pacífico. En la actualidad, el Mediterráneo encuentra su lugar en el centro de los grandes escenarios mundiales. Es por nuestro mar Mediterráneo que pasan las relaciones entre los países productores y consumidores de petróleo y gas. Es aquí donde nos podremos medir con el desafío del fundamentalismo y las amenazas del terrorismo. El drama de las migraciones y el fenómeno de los flujos irregulares afectan al Mediterráneo más que a cualquier otra región del mundo. Pero no existen sólo riesgos y problemas, existen igualmente oportunidades para hacer de nuestro mar un lugar emblemático de cooperación, desarrollo y paz.

Con América Latina es necesario renovar nuestras relaciones. Debemos innovar la agenda euro-latinoamericana haciendo mucho más énfasis en la condivisión de valores y responsabilidades.

América Latina, con la contribución de Europa, debe insistir en sus esfuerzos de integración. Las posibilidades que los países latinoamericanos puedan salvarse cada uno por su cuenta son ilusorias, inclusive para los países más grandes. La emergencia de tensiones intra-latinoamericanas nos envía señales inequivocables de los riesgos que se corren. Ciertamente se debe dejar de lado una retórica integracionista que ha producido bien poco, pero existen numerosos terrenos comunes todavía explorados con demasiada timidez. Pienso a las oportunidades ofrecidas por los corredores infraestructurales bi-oceánicos y a la cooperación transfronteriza. En la extensión modernizada de los sistemas de welfare para la promoción de la cohesión social. Al papel que puede jugar América Latina en la estabilidad económica internacional.. A su contribución en las crisis internacionales.

En América Latina también se perfilan con mayor claridad los liderazgos regionales. La integración de América del Sur ha encontrado un propulsor y un líder en Brasil. Se debe ir más allá. Extender el proceso de integración hacia toda América Latina, abriendo una alianza estratégica entre México y Brasil. Esta alianza podría recomponer políticamente la escisión económica que se ha abierto entre la parte norte y la parte sur de América Latina.

Una estabilidad del área, basada en la alianza entre Brasil y México, podría estar garantizada, reduciendo los riesgos que la crisis económica detenga uno de los mejores ciclos económicos de su historia. Este escenario, seguramente, podría contar con la simpatía y el apoyo conjunto de Estados Unidos y Europa.

Para afrontar estos tres desafíos, Europa debe convencerse de las oportunidades que se le ofrecen, pero debiendo combatir, en primer lugar, contra sus propios fantasmas y con la angustia de encontrarse, más temprano o más tarde, huérfana de su función histórica. Se debe reaccionar a este destino de una Europa asustada, egoísta, que se vuelve cada vez más vieja porque no tiene confianza en el futuro, que aparece cansada, carente de entusiasmo y pasión.

La democracia, el respeto de los derechos humanos, la libertad para cada individuo de realizar su proprio proyecto de vida, la solidaridad social, podrían no sobrevivir si circunscritos a una sola parte del mundo, asediada por la desesperación y el fanatismo. Estos valores deben progresivamente consolidarse como principios reguladores de una nueva, universal convivencia humana. Esta es la misión de Europa. Es difícil que sin este sentido de pertenencia, ético antes que cultural, pueda nacer una nueva construcción política.

Volviendo a Antonio Gramsci, en una de sus intuiciones que exaltan su grandeza, describe cabalmente, en un pasaje de Americanismo y fordismo, la crisis de la conciencia europea precisamente como resultado del contraste entre una economía que empuja hacia el cosmopolitismo y el universalismo, y una política encerrada dentro de una respuesta nacional y estatal completamente inadecuada para enfrentar una nueva agenda de problemas.

Probemos, entonces, a preguntarnos que cosa debemos transferir de nuestra tradición en el marco de un mundo sempre más unificado e interdependiente.

Nuestros valores fundamentales no están en discusión. Libertad, democracia, cohesión social, respeto de los derechos humanos en todas sus expresiones, son elementos constitutivos de la identidad europea y, en cuanto tales, bienes non alienables.

Esto no significa no repensar nuestro modelo social. Tomemos, por ejemplo, el concepto de igualdad y el camino trazado en este campo por el economista hindú Amartya Sen. De Sen nos llega la propuesta de pensar la igualdad como un conjunto de garantías públicas, como una ampliación de las libertades efectivamente ejercitadas y de las posibilidades de afirmación de la propia personalidad, y no tanto como un sistema tradicional de derechos y tutelajes de experiencia europea. Pensemos también a las innovaciones institucionales, basadas en las alianzas público-privadas, provenientes de América Latina. O a los mecanismos de participación de la sociedad civil en las políticas públicas a nivel local.

Esta confrontación es indispensabile si queremos, por un lado, renovar la vieja arquitectura europea y, por el otro, extender y defender nuestro sistema de valores de los efectos de la globalización.

La misión común que puede fundamentar las relaciones internacionales de tipo nuevo reside precisamente en la consolidación de la libertad, la democracia política, el respeto de los derechos humanos, la igualdad de oportunidades, como valores que no son expresión de una supuesta civilización superior, sino que pueden razonablemente proponerse como principios universales, fundacionales de un nuevo órden internacional compartido. Un ejemplo de este enfoque lo constituye la iniciativa que lanzamos desde Italia y Europa por la moratoria de la pena de muerte, aprobada por la Asamblea General de la ONU.


La realpolitik que ha llevado a tolerar dictaduras y violaciones de los derechos humanos en la época de la Guerra Fría no es hoy, ni moralmente, ni políticamente, aceptable. Así como no podemos ceder al terrorismo el uso de métodos que nos deslegitiman democráticamente. Saludamos al Presidente Obama por su intención de cerrar Guantánamo. Y tampoco es aceptable por parte de la opinión pública y las nuevas generaciones, la inercia frente a la tragedia del hambre y las pandemias. Reaccionar a todo esto, no responde sólo a una exigencia moral e ideal, es un factor esencial de seguridad, además de ser la condición para construir una convivencia civil y ordenada.

Actuar es un imperativo cada vez más urgente, después que ha desaparecido la ilusión egoísta de concentrar todas las oportunidades de una parte, dejando los riesgos a la otra parte. Era insensato pensar que los países más ricos pudiesen gozar las ventajas de los globalizadores, descargando sobre los otros los miedos y los precios a pagar. Como insensato ha sido también pensar que en el mundo globalizado toda la población gozaría de los beneficios. No es así. Las desigualdades no han crecido sólamente entre regiones y países, también se ha ampliado la distancia entre probres y ricos en el mundo desarrollado. Basta observar lo eventos más recientes de la crisis financiera para darse cuenta de los frutos venenosos que ha producido la extrema deregulation.

La verdad es que sin reglas no existe el mercato, sino la jungla.

Por muchas razones, la cuestión social y la cuestión institucional constituyen las grandes prioridades y los puntos críticos, tanto del proceso de integración europea, como de la gobernabilidad internacional. Sobre estas dos cuestiones es que se enfrentan las diversas concepciones de la Europa futura y del mundo futuro.

En este plano la tarea de la política es decisiva, por la simple razón que corresponde, antes que a nadie, a la esfera pública evitar que las tensiones y las contradicciones de la globalización se transformen en un sentimiento difundido de miedo e inseguridad que penetre la conciencia de las poblaciones expuestas a mutaciones tan rápidas y radicales.

Desde Europa, el riesgo que corremos es que el sentido de pertenencia a una civilización europea pueda ser substituída por el retorno, aparentemente tranquilizante, de las llamadas “pequeñas patrias”. En otras palabras, la afirmación de un moderno etno-populismo o un neonacionalismo arrogante que se presenta ya hoy como fenómeno alarmante por difusión y consenso.

Nececitamos de una arquitectura a red para gobernar la globalización. Estados Unidos y Europa deben tomar conciencia de su propia no-autosuficiencia. Es indispensable una red más amplia de cooperación y de co-decisión, con instituciones y organismos internacionales legitimados para decidir.

La arquitectura del actual sistema de organismos internacionales se basa, como nos lo recuerda Dominique Strass-Kahn, en el principio de especialización. Fondo Monetario Internacional, Banco Mundial, Organización Internacional del Comercio, Organización Mundial de la Salud, Organización Internacional del Trabajo, han visto, con modalidades diversas, crecer su papel y no pocas veces han sabido ejercitar eficazmente una función de governance. Quedan abiertas, sin embargo, dos cuestiones fundamentales. La primera hace referencia, precisamente, al carácter “técnico” y especialístico de estos organismos, así como a su falta de transparencia y responsabilidad. Decisiones de las cuales dependen la estabilidad de una nación y el destino de un pueblo no pueden tener un carácter simplemente, o aparentemente, técnico, y por consiguiente debe ser claro quien responde por sus actos. La segunda, también eminentemente política, se refiere a la jerarquía de las exigencias y de las soluciones alternativas. Por ejemplo, ¿la libertad de comercio de un determinado producto es más importante que la tutela de la salud? ¿Cuáles son, en términos sociales y de calidad de la vida, las consecuencias de las medidas restrictivas impuestas por el FMI?

Pueden hacerse otros ejemplos. Todos, sin embargo, nos llevan a una serie de preguntas de fondo: ¿Quién decide? ¿Con base en cuál legitimidad? ¿En el respeto de cuáles prioridades y valores? Por lo demás, ya existe una opinión pública internacional que pretende cada vez más una rendición de cuentas de tales acciones. Está creciendo, no sólamente el número de personas expertas y apasionadas, sino una red alternativa de información y de propuestas. En síntesis, estamos frente a lo que podríamos definir el inicio de una sociedad civil global.

Creo que ya es evidente para todos que el G8 no puede ser el organismo llamado a asumir tales responsabilidades. Sería una opción considerada por gran parte de la humanidad como una usurpación y una manifestación de arrogancia. Equivaldría a la restauración, en el órden mundial, de una aristocracia de la renta, principio decimonónico arrasado por la democracia moderna.

No es, pues, ese el camino. Una prueba de ello es que ya actualmente el G8 decide poquísimo, al punto de reducirse siempre más al rito simbólico de la fotografía de grupo. Obviamente con el peligro, común a todos los símbolos, de transformarse en el blanco de una contestación y una protesta cargadas también de valor emblemático. Este organismo debe recuperar plenamente su papel de grupo informal de estímulo y de relaciones entre un grupo de países unidos por problemas y responsabilidades comunes. Por esta razón, y para este objetivo, también el G8 debe ampliarse a más países, comenzando por una plena participación de los países G5 (India, China, Sudáfrica, México y Brasil) mas Egipto, como entiende invitar Italia al G8 del 2009. Es importante que un gran país árabe esté en este grupo. Pero, repito, el G8 no puede ser la sede de las decisiones, ésta debe ser colocada en otro lugar.

Más importantes son las reformas de las instituciones económicas multilaterales. El Fondo Monetario Internacional es una institución en fuerte crisis de identidad. Durante mi reciente experiencia como Ministro de Asuntos Exteriores de Italia, he promovido una amplia reflexión sobre éste y otros temas prioritarios de nuestra política exterior. Respecto a la reforma del FMI hemos identificado tres puntos fundamentales: la prevención de las crisis y la coordinación con otros organismos y grupos de trabajo internacionales; la función de los préstamos y la resolución de las crisis, y la governance.

Substancialmente, creo que el Fondo debe ser dotado de funciones, no sólo de vigilancia, sino de control de los mercados financieros internacionales. No es posible gobernar las finanzas mundiales sin coordinar, ni ejercer un control sobre los numerosos sistemas regulatorios nacionales. Así como es urgente crear un mecanismo de early warning que nos permita prevenir y prepararnos para las crisis internacionales. Por último, es necesario que se reconozca un papel más relevante a los países emergentes en la governance de estas instituciones multilaterales.

Por cuanto, en estos tiempos, una perspectiva de este tipo pueda aparecer utópica, continuo a pensar que el centro de la red de las instituciones internacionales deba volver a ser las Naciones Unidas. Ciertamente, la ONU, como es hoy, no puede ejercitar ninguna función crucial en el equilibrio internacional. Y no es una casualidad que, entre los símbolos de la globalización, la Asamblea de la ONU sea colocada en el polo opuesto al G8. Pero así como el vértice de los “grandes de la tierra” ofrece una tribuna a una oligarquía que en realidad no decide nada, del mismo modo el asambleísmo democrático en el que el voto de las Islas Palau cuenta como el de los Estados Unidos está en condiciones de producir bien poco y de incidir todavía menos en la realidad del mundo.

Por estas simples razones se debería cambiar. Y modificar la estructura de un Consejo de Seguridad que refleja todavía la configuración del mundo de hace cincuenta años. Deberían revisarse los mecanismos decisionales, removiendo el derecho de veto e introduciendo el voto ponderado. Sobre todo, sería interés de todos enriquecer la organización con nuevos instrumentos. A partir de la vieja propuesta de Jacques Delors de instituir un “Consejo de seguridad económica y social”, dotado de poderes reales.

Un Consejo ONU de esta naturaleza podría dar mayor coherencia y coordinación a los esfuerzos del sistema de cooperación internacional. Un sistema que hoy requiere ser renovado profundamente y puesto en condiciones de incidir realmente en la lucha a la pobreza.

Todo esto, repito, puede aparecer utópico. Tanto más en estos tiempos, en los que se ironiza facilmente sobre el mito del gobierno mundial y la democracia planetaria. Quedo igualmente convencido que estos temas serán destinados en el futuro a ocupar un puesto de primer plano en la agenda de los Jefes de Estado y de Gobierno, naturalmente admitiendo que la política vuelva a gobernar y orientar los procesos globales.

Está claro que ningún paso adelante en esta dirección puede ser dado “contra” o “sin” los Estados Unidos. Unica potencia de verdad global. Por ello, Estados Unidos debe ser el primero a ceder una parte de su soberanía para dar fuerza a las instituciones de la gobernabilidad mundial, con el fin de obtener resultados relevantes en términos de seguridad y solución a los nuevos problemas globales. El sólo hecho de guiar un proceso reformador de tal relevancia puede conferir a su “hegemonía” el fundamento de un consenso internacional extraordinariamente amplio.

Del resto, en tiempos que hoy nos parecen remotos, fue propio el Presidente Thomas Woodrow Wilson quien, frente a la inmane tragedia de la Primera Guerra Mundial, promovió la utopía de un nuevo órden internacional dirigido por la Sociedad de las Naciones. ¿Por qué no esperar que Estados Unidos reencuentre la audacia de la utopía? ¿Será en grado este gran país de comprender y compartir esta necesidad? “Es necesario apoyar a Estados Unidos con la firme esperanza que cambie”, ha escrito después del 11 de septiembre, el director de Le Monde. “Yo apuesto – ha añadido  en la potencia del ideal democrático. Estados Unidos es un país abierto al cambio. Y cambiará”. Y efectivamente ha cambiado, podemos decirlo hoy.

Y Europa, nuestra querida vieja Europa, ¿está lista para cumplir con su parte? ¿Estamos suficientemente unidos y dispuestos a asumirnos nuestras responsabilidades? Es muy difícil dar hoy una respuesta positiva a estos interrogantes y resulta casi paradójico que la hora del cambio haya llegado en Estados Unidos, que las ideas sostenidas por Europa comiencen a desplegarse y que Europa no sea capaz de presentarse a esta cita con la historia.

No se trata sólamente que contamos con instrumentos frágiles para una política exterior y de seguridad común. Pesa negativamente nuestro miedo. El miedo no puede ser un instrumento de gobierno. Así como pesa la persistencia de una visión anticuada de las relaciones internacionales, donde tienen todavía mucho márgen el egoísmo y la soberbia de las naciones más fuertes, ilusionadas que el escenario sea el mismo de la post-guerra, o las triquiñuelas de quien quiere obtener alguna ventaja en sentido “nacionalístico”, aprovechando las divisiones existentes entre los países europeos.

En síntesis, Europa no logra todavía presentarse con coherencia en la escena del mundo y en su relación con Estados Unidos, conjugando como debería el sentido de su propia dignidad y, contextualmente, sus propias responsabilidades. Estamos bastante lejos de una Europa que solicita un “voto europeo” en el Consejo de Seguridad o que acepta presentarse unida como “zona euro” en el FMI. Esto es, la Europa que sería necesaria.

Demasiadas veces se tiene la impresión que Europa busque definir su propio papel e identidad en relación con los otros, en primer lugar con los Estados Unidos, más que basarse en una lúcida visión de sus propios intereses y en una defensa coherente de sus propios principios. De allí que se termine por oscilar entre viejas expresiones de anti-americanismo o pro-americanismo.

Una señal importante y unitaria, Europa la ha enviado con las primeras respuestas a la actual crisis financiera. Europa ha pensado colectivamente con eficacia y sus medidas de emergencia han sido adoptadas por Estados Unidos.

En el fondo, sin embargo, existe un problema serio y todavía no resuelto en las clases dirigentes europeas. Esto es, persiste una idea de interés nacional que resulta, si no conflictual, al menos distinto del interés europeo. La cuestión es saber hasta cuando la unidad europea continuará a ser concebida por muchos como un proceso competitivo, en el cual hacer prevalecer sus propios supuestos intereses sobre los de los otros. Por ello, es necesaria una clase dirigente a la altura de esta tarea, de instituciones sólidas y de un modo de pensar que sea de verdad europeo. De esto depende en buena parte nuestro futuro. Y sobre esto es necesario continuar la búsqueda con paciencia y tenacia.

Estoy completamente de acuerdo con mi amigo Carlos Fuentes cuando nos solicita una nueva Europa “que debería poner por delante los temas del medio ambiente y los derechos humanos, la prevalencia del derecho internacional y el vigor de los lazos multilaterales y de cooperación”. Recordándonos que esta vocación creadora de Europa ya no puede permitirse excepciones terribles, ni tenerla dormida en el nombre de una historia ilustre.

Los europeos, nos dice Carlos [Fuentes], deben afirmar “por encima de toda contingencia, que en la hora actual, Europa sólo puede, sólo debe ser lo mejor que Europa le ha prometido al mundo en nombre de Europa”.

Muchas gracias



stampa